24 de julio de 2010

FRASES


"A veces es la locura la que nos salva de la rutina"

B.A
Fotos: Gerardo Angiulli

NO SÉ QUÉ DÍA ES HOY

Foto: Gerardo Angiulli
No sé qué día es hoy. Por lo general no tengo un calendario en la cabeza. No sé qué día es. Para ver si tengo algo importante que hacer tengo que mirar el almanaque, donde trato de re-escribir todos los años las fechas de cumpleaños de mis amigos y parientes y las citas importantes a las que tengo que ir. Por lo general recuerdo, de lunes a viernes, y con un poco de esfuerzo el día de la semana, porque tengo que ir siguiendo el ritmo de un trabajo, y a pesar de mis grandes distracciones, soy muy puntual. Pero si me preguntaran,” ¿Qué día es hoy?” Sé decir sólo esto: hoy es un día maravillosamente especial, está lloviendo y la temperatura bajó unos cuantos grados, es pleno verano y el sol venía haciendo su trabajo a maravilla, hasta que se levantó viento y empezó a llover. El calor que empezábamos a detestar, da lugar a esta brisa fresca. Es como uno de esos días de los grises meses de invierno, en que finalmente, se ve el sol. Y no memorizaré la fecha, pero de seguro allí estaré, de cara al sol.

Mis hijos tenían calor y se quitaron todo. Empezaron a caer las primeras gotas y se pusieron a bailar debajo del agua. Los miré riendo y les hice una foto. A veces es la locura la que nos salva de la rutina. Ellos tomaron mi mano y me llevaron debajo del agua. Una madre debería decir “No se mojen, que les va a hacer mal!”. Ahora estamos los tres con una toalla en la espalda viendo como unas simples gotas de agua, convierten un día más en un día maravilloso. No sé qué día es hoy, pero sé que es un día que no olvidaré jamás.
        
                                                                                                                                                         B.A.

EL PASO

Foto: Gerardo Angiulli
El paso.

Es sólo uno.

Tan fácil de dar.

Tan temido.

Tan soñado.



El paso

no tiene medida.

Es corto.

Es infinito.

Eso no importa.

Es sólo uno.



Es un pasaje

un puente

una puerta

una entrada



Es el que falta.

El más difìcil.

El más esperado.



El paso.

Es sólo uno.

Pero no lo das.

Pero no lo doy.  

                            B.A.

22 de julio de 2010

REFLEXIONES ACERCA DE UN BUEN MATE


Últimamente reflexionando acerca de los mates lavados que tomo, aquí fuera de mi país, me preguntaba cual podría ser el motivo de mates tan asquerosos. La yerba es la misma, directamente traída de la Argentina por parientes y amigos que se cargan las valijas de esto que, para los que no lo conocen es casi una droga. Tal vez hasta sea comprada en el exacto idéntico negocio, la marca es la misma, y sin embargo…

Lo admito, que me esforzaba por explicar que no es una droga al principio, pero después me di cuenta que era mejor hacer como una amiga que tan cuerda no era, pero que cuando alguien la veía en la playa tomando mate y se sentía demasiado escrutada les decía: “Es droga, querés?” Y la policía nunca vino a arrestarnos así que no es oficialmente estupefaciente pero tengo que decir que después de una jornada larga vuelvo a casa pensando en dos cosas: sacarme los zapatos y tomarme un mate.

Es una sana dependencia, pero andá a explicárselo a uno que no toma de tu vaso, y prefiere arrojar una confección entera de vasitos de plástico antes que tocar con su boca lo que tocó la tuya. Andá a explicárselo a uno que no te toca con su tenedor la comida cuando se tiene que servir, porque se utiliza un tenedor imparcial y neutral si algo es para todos. Andá a explicarle que la bombilla pasa por la boca de todos tus amigos o parientes y puede caer algún desconocido y que no existe un desinfectante de bocas, y que la escena de limpiar con el repasador queda muy linda pero no limpia un cuerno. Andá a explicarle que fue así que de chicos nos hicimos los anticuerpos (y comiéndonos un puñado de tierra o una que otra lombriz).

Andá a explicarle al italiano que se toma un café en pie en la barra del bar y sale después de dos minutos que para bajarte un termo de mate le podrías poner una mañana entera. Muchas veces quise paragonar la dependencia de mate argentina a la dependencia de café italiano, es solo que el café es veloz, termina enseguida, a veces es solitario, pero admito es también una excusa para ir a un bar a hablar al menos dos minutos con quien te lo prepara, antes de ir a trabajar o cuando sea. El mate también es una excusa, pero es una excusa lenta, una excusa que necesita tema de conversación, profundidad, filosofía. Es una excusa que perdona y reconstruye, porque es imposible mandar a alguien al diablo si se está tomando un mate.

En mis largas reflexiones llegué a creer que el mate era como la ensalada: que es más rica cuando la prepara otro. Le di también la culpa al agua, más pesada, con más calcio. Culpa al mate en sí, o a la bombilla, pero a decir verdad, era siempre el mismo mate y la misma agua cuando vinieron a visitarme mis hermanas, mis parientes, y sin embargo cuando estaban ellos tenía otro sabor. Un día, mientras estaba sola tomando un mate, me di cuenta finalmente que cosa era que le faltaba a mi mate: la compañía.

                                                                                                                                                                      B.A.

21 de julio de 2010

FELIZ DÍA DEL AMIGO

"Inodoro Pereyra" Roberto Fontanarrosa

En Argentina tenemos una costumbre maravillosa, festejar el “Día del Amigo”. Es un día que aún no fue decretado feriado nacional, pero en el que, no existe persona, joven o vieja, que no termine su jornada laboral o familiar y se prepare para recibir en su casa unas cuantas personas que comenzarán desfilar con algo para comer en las manos y ese beso que nunca falta. Están los que se acordaron al menos una semana antes y reservaron en un restaurante o pizzería, porque ese día está todo lleno, lleno de gente, lleno de amigos que festejan.

Tengo amigos que, en ciertos momentos de mi vida, fueron para mí un apoyo incondicional, como una barrera que me impidió caer en un abismo sin fin. Esa barrera no estaba hecha de hierro o de acero, estaba hecha de abrazos, de presencias, de oídos y palabras. Algunos de esos amigos no están presentes en mi vida y otros se han quedado conmigo para siempre. Hay amigos que por ciertas circunstancias de la vida, vienen y después se van, pero no por eso dejan de ser importantes en nuestras vidas. Con los años, los amigos se van haciendo menos, contados con los dedos de una mano, las rutinas, los horarios y los cansancios quitan lugar a las amistades porque sí, y van quedando las buenas, esos amigos que son nuestra familia por elección. Estando lejos de mi país, me di cuenta que los amigos son la familia que está lejos, las costumbres que se extrañan, el mejor relleno a cualquier vacío estúpido de la mente.

Aprecio muchísimo también los amigos virtuales, con ellos se superan barreras inútiles como las fronteras y todos los prejuicios legados a ellas. En mi caso, con ellos comparto una pasión que no se encuentra en cualquier persona, y que para mí es un alimento imprescindible para la sobrevivencia: las palabras. Con nuestros pseudónimos y a través de nuestros escritos nos fuimos conociendo, y muchos sueños y valores nos han hecho encontrar.

A LOS AMIGOS QUE TENGO A MI LADO, A LOS QUE TUVE, A LOS QUE TENGO A LA DISTANCIA, A LOS QUE NO CONOZCO DE PERSONA PERO SÍ DE ÁNIMO… A TODOS ELLOS FELIZ DÍA AMIGOS!!! Por supuesto con un poco de retardo… a veces soy una colgada pero el resto del año saben donde encontrarme...

El día del Amigo se festeja el 20 de junio porque fue el día en que el hombre puso pie en la Luna. Pero a un grupo de personas se le ocurrió cambiar la fecha al 19 de junio, día en que murió Roberto El Negro Fontanarrosa. Tengo el orgullo de decir que El Negro nació en mi ciudad, Rosario y le gustaba decir de sí mismo “De mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto. No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nóbel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: «Me cagué de risa con tu libro».”

Simplemente genial con su “Inodoro Pereyra”, ese gaucho ignorante hasta los huesos pero increíblemente sabio a la vez, que tenía el mejor amigo que una persona pueda tener, un perro, “El Mendieta”. No me extiendo más sobre su bibliografía, es fácil escribir estas palabras en cualquier buscador y lo podrán conocer mejor… pero les aseguro que no hay nadie que haya representado mejor amistad y risa que “El Negro”. Pienso que mejor que así no lo podríamos honorar.

Volviendo al festejo del día del amigo, sí, me agrego yo también a esa idea, sobre todo porque el día que el astronauta norteamericano puso el pie sobre la luna es tan falso como mi medida de corpiño. Y porque los amigos son sobre todo para compartir risas, en las buenas y en las malas, reírse del pasado terrible que se logró superar, de los buenos tiempos, o de un chiste malo que alguno acaba de contar…

Inodoro y Mendieta - Negro Fontanarrosa

17 de julio de 2010

ELLA PUSO EL FUEGO


Ella puso el fuego. Provocó un microscópico incendio de cosas. Encendió una llama que hizo arder todo durante unos minutos hasta que el acto estuvo consumado. Sin esa fuerte concentración de calor el acto nunca hubiera existido.

Él puso la cosa. Tampoco sin su aporte el acto hubiera existido. Fue un pacto implícito, un aporte de ambas partes igualmente necesario. Terminaron los dos casi al mismo tiempo. Intercambiaron algunas palabras en el lugar en el que casualmente estaban reunidos y después adiós, cada uno a sus cosas, como si nada hubiera sucedido.

Porque para ambos era sólo unas vez más entre tantas. Ninguno sabía si lo hacía por acostumbramiento o por vicio, pero los dos sentían placer al hacerlo.

Él tuvo deseos de pedirle el número de teléfono, de preguntarle si le molestaba que él quisiera verla alguna vez más. Ella también hubiera querido decir algo, darle algún indicio para que él tomara la iniciativa para otro encuentro. Porque en fondo se habían gustado.

Pero todo empezó y concluyó en esos minutos. Ella puso el fuego, él la cosa. Y para los dos había sido un gusto fumar un cigarrillo juntos mientras esperaban el autobus.


B.A. Publicado en el libro "Sobrevivencia". Editorial Fergutson, España, 2010.
Foto Cat Walk de Gerardo Angiulli

P.D:  Les gustó, malpensados???

16 de julio de 2010

LOBO DE MAR

No sé cuantos años tenía Paolo. No te lo decía nunca. Seguramente más de setenta, no lo puedo precisar con exactitud. Sólo sé que era un viejo cabeza dura. Cuando me fui del restaurante no me dolió el hecho de que me habían usado, de que me habían faltado el respeto en cuanto empleada. Lo que más lamenté cuando me fui de allí fue no haber tenido el saludo de Paolo, una especie de buen augurio, de bendición, de amuleto, que hubiera querido llevar conmigo.

El acuerdo era que el sueldo que para un trabajo de verano tan fatigoso y pesado era realmente miserable, dado que tendría que trabajar absolutamente todos los días diez horas, sin jamás tener reposo durante la temporada alta, en invierno se volvía conveniente dado que las horas se reducían a ocho, un día libre a la semana aparecería como una bendición del cielo, y no tendría que correr con los nervios reventados por las pretensiones absurdas de la gente.

No me dolió la rotura de ese acuerdo de palabra entre el dueño del lugar y yo, como tampoco me dolió tener que abandonar la cotidianeidad de los borrachones de todos los días, de los tipos de ego de gallo, de los compañeros de trabajo que nunca se convirtieron en verdaderas amistades. Lo que sí me dolió fue no poder saludar a Paolo como yo hubiera querido, con un abrazo entre nieta y abuelo que hubiéramos podido ser. Porque Paolo era rencoroso y cabeza dura. Si perdías su confianza aunque él no tuviera razón, rompía todo tipo de contacto y tiraba todo a la basura. Nunca me perdonó.

Pintaba las paredes del restaurante de un amarillo patito escandaloso la primera vez que lo vi. Subido a una escalera, en el último peldaño jugaba con el vértigo al borde de la terraza que separaba las aguas del mar del interno del restaurante. Como yo, él mismo se había presentado de propia voluntad para trabajar de lo que fuera. El aspecto del lugar era desalentador, parecía imposible pensar que en una semana tendríamos que estar abriendo las puertas a la clientela. Junto a la otra moza, una cubana, limpiamos, ordenamos, quitamos manchas de pintura rebeldes, desengrasamos, dejamos todo impecable para la inauguración, a costo de arruinarnos las manos, la espalda y las fuerzas. Con la cubana hablábamos en italñolo, una mezcla de italiano y español, eficaz al momento de acortar frases y elegir términos adecuados y divertidos. En esos días yo no hablaba mucho con Paolo, me había concentrado en lo que tenía que hacer y quería terminar al menos un día antes de lo previsto para descansar y encontrarme con un poco de energía para poder dejar ver una sonrisa entre tanto cansancio a los clientes el día de la inauguración.

Algunos dicen que fui estúpida a no reclamar nada judicialmente por todo lo que había trabajado en ese lugar. No lo hice porque en ese momento el trabajo me servía, hacía un mes que había llegado a Italia, todavía no había logrado resolver el problema de mis documentos, no tenía ni siquiera un permiso para trabajar, por lo cuál era una invisible, legalmente una clandestina. El dueño del lugar aceptó mi condición a cambio de un trabajo mal pagado.

Hacía un mes que recorría oficinas del estado, registros civiles. Después se convirtieron en cinco, seis meses que me sentía repetir la misma cosa de parte de los empleados públicos después que examinaban mis documentos sin darme una respuesta legalmente correcta: “¿Porqué no te casas con un italiano?” Eso me hacía enojar como una bestia, me daba rabia que la misma gente que se quejaba de los matrimonios combinados para conseguir una ciudadanía fuera la misma que te aconsejaba casarte por conveniencia. Yo quería hacer las cosas bien, quería ser reconocida como ciudadana italiana con los papeles que tenía en mano, que testimoniaban que yo era la bisnieta de un italiano, por parte de padre, que había ido a curarse las heridas de la guerra a la tierra donde yo había nacido. Al final fue casi un parto, porque los meses se alargaron a nueve hasta que me fue reconocido un legítimo derecho contemplado por la ley, y gran parte lo debo a Paolo.

Llegaba a las siete o siete y media de la mañana, desayunaba con un café doble corto que le achicharraría el estómago al más fuerte de los bebedores de café italiano. Hacia las diez de la mañana comenzaba a meter combustible a su motor que ya llevaba años de andar con esa nafta. Se lo servía yo cuando estaba por ahí cerca el primer vasito de vino blanco de mala calidad, y hasta la medianoche, o la una de la mañana, horario en que iba a dormir a casa, no me animé nunca a contar cuántos eran.

Bien temprano llegaba Francesco, con el pescado fresco. Cuando Francesco estaba en medio al mar, venía su madre, una señora que sabía de que se trataba el trabajo duro, con las manos arruinadas por las escamas del pescado, y las uñas cansadas de tanto romperse. Teníamos un binocular en el restaurante, y las mañanas en que el cielo estaba claro nos divertíamos buscando el barco de Francesco que pescaba mariscos. Cuando volvía de las largas y sacrificadas horas de pesca, Francesco se ponía a beber con Paolo o con cualquier compañero de tragos ocasional que encontrara.

Carecía yo de una cultura de pescado y de mariscos. Tal es así que no sé los nombres de ciertos pescados o mariscos en mi propia lengua y nunca me preocupé por buscar en un diccionario porque para mí son palabras que tienen un significado sólo en italiano. Las tres veces que había hecho kilómetros y kilómetros para ir de vacaciones al mar, era pequeña y me interesaban más las papas fritas con milanesas que una buena paella o un plato de mariscos fritos. Los únicos pescados que conocía eran el sábalo, el surubí, el moncholo, el dorado y la anguila de un río turbulento y marrón. La cena anterior a la inauguración mi paladar entendió la pasión por el “pesce” de los italianos. Paolo nos deleitó con lo mejor de su repertorio de cocinero.





Probablemente se veían así los atardeceres y los amaneceres sobre el barco en el que Paolo había pasado cuarenta años de su vida. Cuarenta años navegando en un grandísimo barco que transportaba mercaderías de un país a otro. En uno de los momentos en que Paolo se animaba a revolver en la salsa de su propia vida, me contó que había estado en mi país, en el ’79, cuando yo tenía solamente dos años, y que se recordaba claramente la ciudad donde nací. Ese restaurante se parecía mucho a un barco, si uno se asomaba de los grandes ventanales de vidrio, miraba para afuera y se dejaba llevar por el movimiento suave de las olas del mar Adriático, se sentía como si estuviera navegando. Era un milagro el nacimiento del sol allí, como también lo era el anochecer, cuando la luna le robaba el lugar a un sol de luz cada vez más tenue. Se mezclaban los dos en lo que los pescadores llaman el amanecer de la luna, un efecto mágico que hace que la luna llena cuando apenas se asoma sea roja como la sangre. Esos atardeceres que hasta el momento había visto sólo en documentales de televisión, como la vez aquella en que una gaviota hizo un vuelo raso, metió su pico dentro al agua, capturó un pez y se lo comió en vuelo delante de mis ojos mientras se me caía lo que me estallaba llevando a la boca, o como las mañanas de mar liso y quieto en que no parecía un mar sino una hoja de metal que reflejaba los rayos del sol, eran para mi parte de una paga mucho más rica que las miserables liras que me daban a fin de mes.

Paolo no se había cansado de esos momentos, porque a decir verdad cada momento junto al mar es único, aunque pareciera una repetición de todos los días. Podría haberse quedado en su casa, esos años que no sabía si serían los últimos de su vida o no, el viejo testarudo. Podría haberse quedado tranquilo, devolviéndoles a la mujer y la hija los años en que lo único que sabían de aquel hombre era que las mantenía. Pero era más fuerte que él, había nacido en el mar, y en el mar probablemente quería morir. Se había embarcado a los 19 años en esa nave, era flaco, con la misma mirada tierna, sostenía un pescado apenas más corto de estatura que él mismo, en aquella vieja foto que me hizo ver. La “nave”, como la llamaba él, era imponente. Alguien, en esos años le había hecho una foto desde otra embarcación, entre la niebla y el mar oscuro, se veía el frente de un barco de acero inmenso.





De pequeño Paolo había sentido la voz del mar que lo llamaba. No lo llamaba con palabras, dice que lo llamaba con un sonido extraño, embriagador. Tenía apenas cinco años cuando recuerda de haber sentido el llamado la primera vez. Mientras los adultos paseaban por la playa desierta de otoño, Paolo se había sentido como cuando se emborrachaba y se había sumergido en el agua helada, detrás de un caballito de mar que brillaba, y cuando lo sacaron del agua continuaba a repetir que no sentía frío aunque estaba más blanco que la arena de una isla desierta. Desde ese momento había sentido que su vida tendría sentido sólo si la transcurría cerca de ese sonido incesante que no logra describir ni tararear hasta hoy en día. Dice que era un sonido paradisíaco que le hacía ver las cosas en modo que todo era distinto, más alegre. Cuántas veces Paolo hubiera querido hacérselo sentir a su esposa, cuando los ataques de soledad le hacían tirarle la primera olla que veía por la cabeza a su marido, que volvía de las largas travesías sin fecha de regreso. Ella no entendía que ese canto le daba a Paolo la vida, entendía solamente que ese canto lo alejaba siempre de ella.





Fue él, la única persona que se dio cuenta que aquel día no había ido a trabajar porque la tristeza me estaba venciendo. Había inventado una excusa estúpida y había faltado al trabajo porque me había invadido una nostalgia tan grande que había pensado en abandonar todo y volver a mi tierra. Cuando regresé al trabajo, con los ojos como dos bolsas cargadas de papas y la cara blanca como un muerto, hacía dos días que yo ni comía ni dormía, no había hecho otra cosa que llorar y escapar de los laberintos de mi mente. Paolo fue el único que no trató de averiguar qué me pasaba, simplemente me preparó un plato de pennette al salmone, el plato que más me gustaba, y fue el único que logró consolarme sin pronunciar ni siquiera una palabra. Con los ojos nos abrazamos con ternura, porque Paolo sabía querer a su modo, no estaba hecho para el contacto directo con los demás.





Cuando le hacía falta una mano, ayudaba a Paolo a limpiar la cocina. Una vez me pidió que le limpiara los ajos, otra, que le triturara a mano las verduras a la vinagreta para la ensalada de mar, y así en el momento entre el desayuno y el almuerzo, en los cuales no venía casi nadie, me quedaba observando como cocinaba y le hacía de ayudante de cocina. Él tenía su secreto en cada receta, y yo nunca osé preguntárselo por respeto.

Cuando no tenía tiempo de cocinarme para que comiera antes que viniera la avalancha de gente, le invadía discretamente y con su consentimiento un poco de espacio en su reino, y me cocinaba un plato de pasta simple, con tomate, aceite de oliva y ajo. Un día Paolo me preguntó si quería cocinar yo misma la famosa pasta al salmón que tanto me enloquecía. Yo lo había observado también cuando había hecho aquel tipo de pasta, así que, presuntuosamente agarré la primera sartén que se me cruzó por adelante y encendí la cocina. Paolo me reprendió en el primer movimiento, no podía usar una sartén para aquella salsa, tenía necesidad de una cacerola, por más que cocinara para una sola persona. Entonces me dejé guiar por sus cuarenta años amor por la cocina. La primera cosa que aprendí fue que cuando se cocina, no se hace otra cosa. Claro, las cosas no se quemaban porque querían, se quemaban porque yo no podía dedicarles el tiempo que se necesitaba para que salieran bien. Paolo me enseñó que el primer ingrediente de cualquier plato es el tiempo. Es necesario dedicárselo. Para una chica nacida en la era del fast food como yo, que se contentaba de sándwich y cosas frías, empaquetadas y llenas de conservantes, era casi como el descubrimiento de la pólvora. No importaba que pudiera entrar alguno de los borrachos a beber el vaso de vino de cada día, o que alguien llamara al teléfono, si eso sucedía Paolo me controlaría que nada fuera en llamas, pero yo tenía que estar ahí. Me prohibió categóricamente alejarme para hacer al mismo tiempo cualquier otra cosa.

Me hizo desmenuzar el salmón rigurosamente fresco con las manos, y después meterlo en la cacerola en la que se bronceaba el ajo junto con el aceite de oliva. No era igual si lo cortaba con el cuchillo, con las manos, dijo. Con la cuchara de madera tenía que tratar de continuar a reducir los pedacitos de salmón en pedazos todavía más pequeños, el tenedor no podía usarlo, no estaba cocinando puré. Un poco de vino blanco que después se evapora, pero igual había que echarlo. No se sabe cuanto, si medio vaso, o un cuarto, había que ir a ojo con Paolo. Se regía con puñados, chorros, pellizquitos, medidas imprecisas. Sólo un segundo antes de agregar la pasta a la salsa, que, ahora sí se terminaba de calentar en una sartén de aluminio grande junto a la pulpa de tomate, me hizo poner un poco de crema y queso rallado y mezclar con la pasta “al dente”. Paolo lo hizo volar por el aire y lo atajó con la misma sartén, lo puso en el plato y le agregó un toco de perejil fresco, cortado a mano con una cuchilla. Aunque a mi no me gustaba el perejil.

Como todo buen maestro, Paolo me enseñó también la parte más desagradable de la cocina, la de limpiar el pescado y la de limpiar la cocina. La última la sabía ya, porque lo había siempre ayudado a dejar reluciente su hábitat pasada la hora de comer, es más yo misma me había encargado de quitar centímetros y quilos de grasa que resistían a los años en que el lugar había estado cerrado. Limpiar el pescado me había parecido siempre repugnante, y sin embargo era necesario que supiera que aletas quitar a ciertos peces para que los clientes no murieran con la garganta cortada. Era necesario que supiera limpiar ostras, mejillones, pescados en general, cada uno tenía su secreto, su limpieza, su manera de ser cortado, conservado o cocinado.

No escribí nunca ninguna de todas las recetas que Paolo me enseñó. Porque contenían secretos que no podían ser escritos para que cayeran en manos de un cualquier atolondrado que quisiera cocinar sin saber ciertos ingredientes que no se escriben. Porque había que conocer la historia de Paolo antes para entenderlas, había que merecerse que él te contara su historia, que tan pocas veces venía a flote entre sopa de pescado y ensalada de mar. Sus recetas aún las recuerdo a la perfección, sobre todo porque nunca tuve que aprender a memorizar cantidades y gramos. Sentí que en esos momentos estaba heredando una cosa que no me merecía. Estaba heredando el tesoro de un gran cocinero, cuarenta años de experiencia sobre un barco, estaba heredando el amor por la cocina que gracias a los estofados quemados y las tortas desinfladas de mi madre pensaba que nunca me tocaría. Era allí que estaban los años que la mujer de Paolo todavía, aún consciente de que no podía volver atrás, reclamaba. Él la amaba más que a nadie en el mundo, pero el amor por el mar siempre había sido más fuerte, y fue por eso que Paolo nunca quiso cambiar de trabajo. Ella se había enloquecido tratando de entender porqué no quería permanecer a su lado, porqué nunca le dedicó el tiempo que era necesario a la familia. Al final se acostumbró a estar sola, a llevar adelante una familia con un marido girando siempre el mundo, que ni siquiera cuando tuvo la oportunidad de vivir como un jubilado sin problemas y devolverle una parte de la compañía que ella rogaba pudo resistir al canto de sirena de su amor más grande.

Porque Paolo, era un gran cocinero, pero tenía la cabeza dura como una sartén de teflón reforzado. No admitía opiniones diversas, y hasta el momento yo lo había aceptado así. El día que expresé mi opinión, netamente contraria a la suya sobre no me acuerdo cual estupidez, Paolo me hizo la cruz. Agravada por el stress de los días más trabajados del verano, la ira no le permitió que viera en mí esa nieta sustituta que yo había sido hasta el momento, y se limitó a hablarme cuando era necesario, estrictamente por motivos del trabajo.

Después de que nos peleamos por una cosa tan insignificante que ni siquiera logro recordarla por más esfuerzos mentales que haga, tal vez no soportó la idea de que me lo había presentado él al abogado Leo Solestri, que a su vez me presentó al director del registro civil del pueblo en el que Paolo había nacido, la única persona competente que tomó en mano el caso de mi ciudadanía y lo llevó a termino.

Cuando me despidieron del trabajo todavía no había terminado el trámite, pero ya las cosas estaban encaminadas para que antes o después pudiera obtener la ciudadanía. Me fui sin despedirme de nadie, llamé diciendo que no trabajaría aquellos tres últimos días porque había ya encontrado un nuevo trabajo. El sueldo me lo habían pagado, así que no volví nunca más a aquel lugar.

Poco tiempo atrás supe que después de un año el local fue vendido, y Paolo se fue. Estoy segura que estará cocinando en alguno de los restaurantes que se encuentran pegados al mar. Cuando algún mozo me traiga el plato de pasta al salmón que sólo Paolo sabía cocinar como me gustaba a mí, probaré a infiltrarme en la cocina con un vaso de vino blanco y hacerme perdonar, aunque creo que el viejo cabeza dura, no lo hará jamás.


B.A. Publicado en el libro "Nosotros los inmigrantes, nosotros los emigrados" Australia, 2004

11 de julio de 2010

FRASES

Foto: Gerardo Angiulli


“Hay que contar cada pequeño fracaso como un grande triunfo. La suerte es una estadística matemática, y sirven muchos NO para obtener un Si”


                                                                                                       B.A.

6 de julio de 2010

“CONTRATO” esa mala palabra.

Mi jefe iba todos los domingos a misa y sin embargo creo que había olvidado lo que decía en el las primas paginas del Génesis, eso de que el séptimo día Dios “descansó”. Dios era también un gran trabajador, y después de haber fatigado durante seis días con la creación del mundo, dijo stop, chicos, es mejor tomarse una santa pausa. El capitalismo borró completamente aquella ley santa y bendita del descanso dominical. Primero nos pusieron a trabajar de lunes a viernes, fueron agregando los sábados y para aquellos que de lunes a sábados no logran ni asomarse a la calle para hacer una compra de supermercado, inventaron los centros comerciales, donde una banda de pobres desgraciados suda cuando los demás descansan.

Hasta allí estaba de acuerdo yo, cuando firmé mi contrato de trabajo en aquel nuevo centro comercial… No, perdón más bien re-escribo. Hasta allí estaba de acuerdo yo cuando acepté el trabajo, que prometía un contrato de trabajo. Ustedes sabrán que hombres y mujeres dejaron la vida en la lucha por los derechos del trabajador, que tal vez nuestros padres tuvieron la suerte de conocer, pero que hoy en día parecen haberse borrado con el nuevo “mercado de trabajo”, en el que los que ofrecemos mano de obra no somos más que la carne fresca de hoy pero la basura de mañana.

Hay gente que me sigue diciendo que no me puedo quejar, al menos después de que la cajera que quedó embarazada los denunció a los delincuentes que nos dirigían, vino el control del Estado y todo quedó sellado con contratos a tiempo indeterminado para todos. Esto fue hace siete años atrás, y admito que tuvimos suerte los que nos encontrábamos allí en ese momento, si se piensa en los días que corren, en los que la palabra “crisis” sirve de excusa para abusar de pobre jefes de familias desesperados y hacerlos trabajar en condiciones deshumanas.

Tomemos el caso de un amigo, por ejemplo, que llegó a tener contratos determinados por solamente ocho horas! Hasta que finalmente no lo llamaron más. Los dueños de la fábrica donde trabajaba se dieron cuenta de que reduciendo el personal cabalgaban la ola de la crisis, disfrutaban de beneficios del gobierno y hacían trabajar el doble a los obreros asumidos a tiempo indeterminado, pudiendo prescindir de aquellos trabajadores provenientes de agencias de trabajo, a tiempo determinado, precarios, intermitentes, desesperados, o llámeselos como quiera.

¿Ahora díganme cómo hace un padre de familia a proyectar un futuro para sus hijos con contratos de ese género? ¿El problema son las agencias que cobran el doble o más de lo que viene pagado al obrero, el problema es el Estado que permite que exista un fraude semejante? El problema es del propietario de la fábrica que, cansado de que obreros que hace 10 o 15 años que están contratados a tiempo indeterminado acusen enfermedades inexistentes para no ir a trabajar cuando les toca el turno de noche, prefieran pagar el doble por un obrero descartable? Pero díganme aún ¿cómo se hace para hacerle una sonrisa a los hijos al final de una dura jornada de fábrica cuando se lleva sobre la cabeza la cuerda invisible de la amenaza ya no de despido del trabajo sino, simplemente de no-renuevo del contrato?

Mi amigo me contaba que, había dos clases de obreros en la fábrica: los indeterminados y los precarios, como él. Los primeros abusaban de un privilegio, faltando al trabajo por causas insignificantes, cargando de trabajo y responsabilidad a los segundos, y sobre lavándose las manos por los problemas de éstos. “Sálvese quien pueda, se decía por mis pagos. Mi amigo se quedó sin trabajo, tuvo que inventarse de todo para darle de comer a su familia, dejó el departamento y se fueron a vivir a lo de la madre, pintó casas, cortó pasto, cuidó ancianos. Poco tiempo atrás encontró en la calle a un compañero de la fábrica que tenía contrato indeterminado, y le contó que ahora trabajaban el doble, no tenían más media hora de pausa, y que las condiciones de trabajo se habían hecho insoportables. Probablemente si el primer y el segundo grupo se hubieran unido ahora habría trabajo para todos, y esa fábrica, que crisis no padece, no estaría enriqueciéndose mucho más de lo que lo hacía antes a costilla de todos ellos.

En cuanto a mí y los benditos domingos… bueno ya les contaré en la próxima.



Foto: Gerardo Angiulli

2 de julio de 2010

LEVANTATE Y COMBATE


Es verdad que nadie te lo había advertido

Ni estaba escrito en los manuales

Escupiendo sangre y tragando saliva

Aprendiste que la vida es dura



Ahora estás ahí tirado

Otra vez te han golpeado

Y un poco de santa autocompasión

No viene mal a nadie



La caricia no tarda en llegar

Las palabras tampoco

Aunque el estado de shock

No te deja distinguir realidad de sueño



La vida es esto, lo siento

No puede ser sólo momentos rosa

Porque si no hubiera pena

No entenderíamos que la risa es buena



Ahora no importa lo que pase

Date unos minutos de sano reposo, lo mereces

Pero después de eso no tengas dudas

LEVANTATE Y COMBATE

Porque vale la pena

                             
                                       B.A.


Foto: Gerardo Angiulli

VERSOS EN EL AIRE

Hay un verso girando en el aire

Lo atrapo. Lo digo

Hay un verso bailando en el aire

Lo atrapo. Lo escribo



El aire está lleno de versos

El aire es palabras volando



Un verso ha pasado por mi hoja

Lo lees pero igual sigre girando en el aire,

como infinitos versos sin huella

que tal vez nunca nadie escriba...



                                                                    B.A.


Publicado en el libro "Rap metropolitano", Italia, 2003.

1 de julio de 2010

TAL VIAJE

Sólo si fuera Dios

o el narrador omnisciente

o el Demonio

o una neurona mágica



Sólo así podría conseguir

un viaje a tus pensamientos

Pero ni todo el dinero del mundo puede comprar

tal viaje


                                                               B.A



Foto "Stop the train" de Gerardo Angiulli http://www.demotix.com/news/356330/world-naked-bike-ride-2010-london