16 de enero de 2012

AMORTIZANDO GOLPES BAJOS

El año no terminó bien para mí. Ustedes dirán que estoy a destiempo, pues el año ha terminado hace 16 días. Si, lo sé, hoy es 16, y hace rato que empezó el 2012. Es que prefiero darle la culpa al año viejo, disculpen. Porque aún quiero creer que este año será mucho mejor que el año pasado, y, créanme, bastaría poco.

El 1 de enero entré a casa, y no estaba ahí, mi fiel amigo por 11 años, que le dio a mi vida más dulzura de la que yo creí darle a la suya. Mi perro, no estaba ahí, donde lo había dejado, en su ángulo cálido, protegido del frío y los ruidos de fin de año. Sus ojos me lo habían dicho ya, que le quedaba poco. Y yo sigo diciendo que murió el 31 de diciembre, aunque yo lo encontré el primero de enero, con la cabeza entre las patas, acostado, como durmiendo, con sus largas orejas desparramadas. A tal punto parecía dormido que mi primer reacción fue querer despertarlo. Lo llamé, lo moví, pero él siempre predecía nuestra llegada con una fiesta de cola y ladridos alegres. Esta vez no se despertó, no se levantó, quedó allí, delante de las camas de mis hijos, como esperándolos, o como diciendo que era lo que más había amado en su vida. A ellos, que lo habían desplazado de ser mi favorito, que lo habían desplazado cucha incluida afuera.

Lloré por una semana. Lo enterré en la montaña donde solía confundirse con los colores del invierno. Sus pasos por allí lo recordaran salvaje, libre, un perro feliz. Allí donde una vez lo hubiera querido matar por haberse, por la enésima vez, revolcado en la caca de caballo, instinto. Allí mi marido y yo hicimos una tumba y lo entregamos a la naturaleza que nos lo había dado, o nos lo había hecho encontrar en el camino, 11 años atrás, cerca de los Apeninos, mientras íbamos a Roma.

Lo lloré más que a una persona, será porque no tuve grandes pérdidas de seres queridos, y aún me parece que está aquí, cada tanto, moviendo la cola, o esperándo que yo llegue.

Pluto ahora es una estrella, le dije a los chicos, que no tenían consuelo. Y en mi hora de viaje para volver del trabajo, créanlo o no, hay siempre una estrella que parece seguirme, hacerme compañía. Con esa ilusión, voy adelante también yo.

Pero el año viejo sigue pegándome, aunque haya terminado. Pocos días atrás recibí una noticia que shockearía a cualquiera: “cáncer”, “tumor”, llámenlo como quieran, es siempre el mismo fantasma horrible que golpea. Y va golpeando mujeres que conozco, y que amo, pero hasta ahora no había golpeado tan de cerca como para hacerme desesperar en este modo.

La reacción inicial es normal, uno se pierde, no entiende. Una persona que llevo siempre en mi corazón será operada dentro de poco, a quince mil kilómetros de aquí, y yo no voy a poder estar allí para tenerle la mano, para hablarle de cosas que la distraigan, o para hacerle simplemente compañía. Es desesperante, y es un golpe bajo, pero es noticia del año pasado, llegada con retraso para no crear preocupación a los que están lejos. Y como tal la dejo en el año viejo, que me dio tantas amarguras y esta fue la peor.

Después de una normal ganas de tomar el primer avión, romper todo, llorar, sale a flote las ganas de luchar, la exigencia de estar calmos para servir, para ser positivos, para acompañar en la lucha.

La vida siempre te da la posibilidad de encontrar en la desgracia, una migaja de fortuna. Y así será otra vez. Las noticias positivas están. Ella va a estar bien. Una operación terminará con todo esto, fue encontrado a tiempo, y el fantasma no va a volver nunca más. No va a ser fácil, no es fácil, pero por suerte, en su caso, será como quitar una garrapata a un perro.

Fue otro de los golpes bajos del año pasado, porque fue descubierto el año pasado, y será extirpado en este. Todavía creo en que mi año nuevo va a ser mejor. Un golpe bajo se recibe, se amortiza, y después uno se levanta otra vez para seguir peleando, y mientras se está en la lucha, se está vivo. Mi año nuevo será mejor. Lo es ya.

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