13 de marzo de 2011

LOS PERROS NO SABEN REIR


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Había una vez: un papá, una mamá, un niño y una niña. Como todos los veranos, ese verano irían a visitar al abuelo Pedro, que vivía en la montaña, a sólo algunas horas de allí.

Los chicos adoraban aquel viaje, porque despacito, el paisaje cambiaba. Los altos edificios del centro, comenzaban a hacerse cada vez más bajitos, hasta transformarse en simples casas. Y después las casitas de los barrios, unas pegaditas a las otras, comenzaban a tomar distancia entre ellas y a mostrar hermosos jardines llenos de árboles y flores. Finalmente, la naturaleza predominaba sobre el cemento, dejándose ver majestuosa en todo su esplendor, y ante los ojos de los niños se comenzaban a ver las primeras lomas.

Las pocas casas que se veían por allí eran muy lejanas entre ellas, como la del abuelo Pedro, que se encontraba sola en una lomita. Los niños ya sabían a memoria lo que iban a ver, pero cada vez, miraban entusiasmados, cada uno por su ventanilla del auto.

De repente, el auto frenó por un grito de alarma de la madre.

_ ¡Cuidado!_ gritó ella.

Las gomas del auto dejaron una marca negra, y todos abrieron bien los ojos, mientras el corazón les latía fuerte por la sorpresa de la frenada.

_ ¡Pobrecito!_ dijeron todos. Y vieron como un perro que se acababa de cruzar en el camino huída asustado y despavorido entre medio de la hierba alta.

Era un perro marrón como la tierra seca, con un manto negro, y sobre todo estaba flaco como la rama de un árbol. El padre estacionó el auto en el costado de la ruta, y junto con la madre trataron de buscar al pobre animal en medio de toda aquella hierba que se extendía hasta las montañas más altas. Pero el perro había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Los niños miraron lo más afinado que pudieron entre aquella hierba marrón clara, para ver si lo encontraban, pero la verdad era que el perro se había ido.

_ Tal vez consiga de comer en alguna de las casas de la montaña._ Se consoló la madre.

_ ¡Estoy seguro que es un perro abandonado mamá! ¡No podemos dejarlo solo!_ Protestaron los niños.

_ ¡Tenemos que ayudarlo!_ dijo el más pequeño sollozando.

Entre todos comenzaron a llamarlo con silbidos, pero no funcionó. Entonces la madre pensó que hubiera sido mejor si estacionaban el auto detrás de algunas plantas altas, y si permanecían todos quietos en silencio para no asustarlo.

_ Si tiene hambre, entonces no resistirá a los sándwiches de milanesa que preparé para el viaje. ¿Están dispuestos a regalárselos?_ Dijo la mamá.

_ ¡Siiii!!! Respondieron a coro entusiasmados los niños.

Así fue que la madre, despacio y sin hacer demasiado barullo, colocó uno detrás de otro, trozos de sándwich de milanesa hechas de carne, y el perfume de aquel picnic atrajo irresistiblemente al perro hambriento hacia la trampa que le habían tendido.

Comió los primeros trozos velozmente, y siguió comiendo la fila de carne que le habían dejado, hasta llegar a los que más cerca del auto se encontraban.

_ Shh! Hagamos silencio, sino lo asustaremos y lo perderemos de nuevo._ Dijo el padre.

Así fue que todos permanecieron inmóviles y en silencio, viendo como el perrito asustado se acercaba temblando y lleno de miedo, pero con tanta pero tanta hambre que era capaz de hacer cualquier cosa por un poco de comida.

Llegado al último trozo de sándwich, el más grande de todos, el perro se dio cuenta de que ya era demasiado tarde, se había acercado demasiado al auto y zas! lo habían tirado de la larga oreja hacia adentro.

_ ¡Qué olor!_ Dijeron todos a coro. Porque de verdad que hacía mucho tiempo que no se bañaba y el olor a sucio se hacía casi insoportable. La madre lo acomodó entre sus pies y no dejó ni un solo instante de acariciarlo, a pesar de su pelo duro y sucio, para demostrarle amistad y darle confianza. Pero el perro no paraba de temblar de miedo.

_ ¿Qué nombre le daremos?_ Dijo Nina.

Pero fue allí que todo el entusiasmo se desvaneció porque el papá explicó que el animal no podría quedarse.

_ Lo ayudaremos, y cuando esté bien, lo regalaremos a alguien que pueda tenerlo._ Dijo muy serio.

_ ¡Queremos tenerlo nosotros!_ Respondieron los niños. Pero por más que suplicaran, el padre repitió que no podría quedarse. Aún así podían elegirle un nombre.

Los niños consultaron por un poco y finalmente se pusieron de acuerdo con una velocidad que dejó asombrados a los padres. Le pusieron Punto, porque al perderse en medio de toda aquella hierba les había parecido un punto en el horizonte.

Llegados a la casa del abuelo Pedro, corrieron todos a mostrarle el nuevo amigo. Aquella tarde lo lavaron y lo secaron, aunque a Punto no le gustó nada todo aquello y seguía temblando de miedo por cualquier cosa.

El abuelo, que siempre cocinaba como para un batallón de soldados, le puso en un plato los fideos que habían sobrado y algunas albóndigas con salsa. Y Punto se devoró todo en un instante.

Nina y Evo buscaron en el desván cajas y frazadas viejas para construirle una cucha y hasta le colgaron un cartel en la puerta con escrito su nombre.

Por días y días Punto no se movió de su cucha. Por más que los niños lo llamaran, sus ojos seguían siendo tristes, y se rehusaba a entrar en la casa, aún cuando le ofrecían gustosos trozos de carne. El abuelo había dado el permiso para que, de noche, la cucha de Punto estuviera en la habitación de los niños, dado que estaba muy débil y era mejor cuidarlo un poco. Pero aún así, a la hora de pasar debajo de la puerta, Punto clavaba sus uñas en el piso y no había nada que pudiera moverlo. Por eso los niños tenían que levantarlo en brazos, y llevarlo por las escaleras hasta llegar a la habitación donde estaba su cucha, que aparte las innumerables caricias de los niños, era lo que más tranquilo lo hacía sentir.

Aquella mañana, el abuelo y los niños, salieron muy temprano con la camioneta hacia el pueblo, sin dar demasiadas explicaciones a los padres. Llevaban a Punto del veterinario. Hicieron una larga fila, entre patos, gallinas, gatos y también una que otra oveja.

Como para todas las puertas que había que atravesar, los niños levantaron a Punto en brazos y lo colocaron sobre la camilla del veterinario, mientras temblaba como una hoja seca. Llegado su turno tuvieron que tenerlo entre todos a la hora de aplicarle las vacunas con una grande inyección que parecía no encontrar un poco de carne entre todos aquellos huesos flacos.

Lucas, el veterinario le examinó los dientes, las uñas, lo observó dentro de los ojos y orejas y dictaminó:

_ Probablemente Punto era un perro de caza. Aproximadamente tendrá cinco o seis años. Tiene algunas viejas heridas de guerra, probablemente de jabalí salvaje. El jabalí es su enemigo número uno, y así como lo ven de bueno y temeroso, se transforma en una bestia cuando se enfrenta a uno. Ah, pero no se preocupen! _ dijo el veterinario viendo las caras de los niños_ dentro casa es el animal más bueno, educado, respetuoso que pueda existir.

Los niños volvieron a casa con una libreta de identidad que en la tapa decía “Punto”. Aún así aquello no serviría para convencer a los padres de que pudieran adoptarlo.

Aquella noche Nina y Evo imaginaron juntos la historia de Punto. En base a lo que había dicho el veterinario, y otras cosas que el abuelo había contado sobre los cazadores y los perros de caza, los niños dedujeron que Punto, terminada la estación de cacería, se había perdido perdiendo el rastro de su grupo en algún riachuelo, y no sabiendo sobrevivir solo en aquel inmenso lugar, vagaba perdido y asustado, casi moribundo, como lo habían encontrado.

Debido a la rigidez de la preparación para la caza, Punto había estado encerrado en una jaula durante largos meses, para desatar toda su furia contra el jabalí a la hora de encontrarlo, y tal vez por ello temía tanto las puertas, por miedo a quedar encerrado allí largos meses en soledad.

Aquella noche los niños lloraron muchísimo, mirando aquel animal lleno de cicatrices, que había perdido casi todo el pelo por la desnutrición y que parecía apenas una bolsa de viejos huesos cansados. Por la mañana la madre, cuando fue a despertarlos, los encontró durmiendo en el piso, abrazados a aquel pacífico animal que comenzaba a querer a los niños como ellos lo querían a él.

Los días de las vacaciones en casa del abuelo Pedro fueron pasando y era hora de volver a casa. Punto viajó con su cucha en la parte trasera del auto. Aún así era triste el adiós con la montaña, con la naturaleza, con la casa del abuelo, porque volver a la ciudad significaba que los niños no podrían quedarse con Punto, puesto que no le podían ofrecer un lugar en aquel pequeño departamento en el que vivían.

La madre hizo una bella foto a aquel animal que, poco a poco comenzaba a estar mejor. El pelo le había crecido y también un poco la barriga, sus ojos estaban un poco más vivaces y la largas orejas lo hacían parecer un apuesto animal doméstico. Entre todos hicieron un aviso para regalarlo a quien pudiera cuidarlo mejor, pero la elección del nuevo dueño quedaría en manos de Nina y Evo. Ese era el trato.

Tocaron a la puerta algunas personas, que aunque tal vez merecían tener un animal como Punto, pero vivían muy lejos como para que Nina y Evo pudieran ir a visitar al animal. Las visitas periódicas para ver como se encontraba Punto, también eran parte de trato.

Los días seguían pasando y la madre comenzaba a notar que ninguna persona en el mundo sería para Nina y Evo, merecedora de un perro como Punto. Y viendo que la estadía se extendía demasiado tiempo, tomó la decisión de elegir personalmente a la persona que sería el dueño de Punto.

Los niños rogaron, lloraron y suplicaron pero la madre dijo que aquella misma tarde alguien vendría a buscar a Punto, y sería su nuevo dueño.

Sonó el timbre pero Nina y Evo no quisieron abrir la puerta de la habitación. Habían disfrazado a Punto de oso de peluche para que no se lo llevaran. Hasta que sintieron una voz familiar.

Abrieron la puerta y fueron los tres corriendo a saludar al nuevo dueño. ¡Hasta Punto de la alegría olvidó su peor miedo y atravesó las puertas! ¡El abuelo Pedro había decidido tener a Punto en su casa! Un perro tan bueno no podía ser abandonado otra vez y el abuelo en aquellos días se había encariñado tanto que lo llevaría a su casa.

Las visitas periódicas a Punto fueron cada verano, cada Navidad, Pascua, Reyes Magos, Año nuevo, día de la primavera y por supuesto el día de cumpleaños de Punto.

Cada vez que los niños estaban por llegar, minutos antes de que el auto estacionara, Punto empezaba a agitarse y ladrar, correr y saltar. En poco tiempo Punto recobró su hermoso pelo y su salud. Y ha vuelto a sonreír. Aunque algunos aún afirman que los perros no saben reír.


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4 comentarios:

  1. Me ha encantado este cuento, hasta me ha emocionado. Escribes muy bien, ¡te felicito!.
    Un saludo.
    Ibso.

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  2. HOLA IBSO!

    Mi perro anda siempre por ahí en mis cuentos, aquí en cambio se cuenta su historia de manera particular para niños...

    Abrazos y gracias por leerme!

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  3. Gracias por tu cuento, se lo leí a los niños y hasta ganas me dieron de escribir uno...

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  4. Bueno, entonces seguí tu instinto y animate! No hay mejores historias que las que cuentan las madres a sus niños. La mayor parte de mis cuentos para niños son historias que le inventé para los míos...

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